Nombrar El Pirata Negro consigue que en nuestra memoria despierten recuerdos vívidos de incansables aventuras en mares lejanos, Caribe o Antillas de aguas azules; abordajes, persecuciones navales, batallas entre embarcaciones desarboladas, olor a pólvora, y el sonido metálico de sables o espadones entrechocados y cruzando fintas; pillaje y saqueo en poblaciones costeras que arden, ron antillano, crueldad y honor entrelazados, sin faltar mujeres bellas en peligro, o peligrosas como ellas mismas. Todo ello desde que Emilio Salgari escribiese en 1898 (antes que Sandokán, su mayor éxito), Il Corsaro Nero, la historia de un noble italiano que deviene en filibustero movido por la venganza sobre el asesino de sus hermanos. O en 1926, cuando Douglas Fairbanks da vida a The Black Pirate, de Albert Par-ker, la primera película del gé-nero, con una historia de cor-te similar, que dio inicio a un sin fin más de aventuras de entorno y nombre similar, Capitán Blood (1935), El Cisne Negro (1942), o El Temible Burlón (1952), por citar sólo algunos ejemplos más carismáticos y de grato recuerdo personal.
Pero en España fue Carlos Lezama, El Pirata Negro quien enarboló como ninguno el pabellón de la aventura allende los mares, en un entorno que necesariamente debía sentirse cercano, por cuanto formaba parte de la gran -y ya decadente- corona española de los Austrias. En 1943, en la España de la post-guerra y el estraperlo, la represión y el espionaje, Pedro Víctor Debrigode Dugi (un hombre culto al que la guerra impidió terminar sus estudios de derecho), comenzó a escribir desde la cárcel novelas detectivescas y de espías (él mismo había sido acusado de serlo). Lo hizo bajo seudónimos, el más conocido de los cuales, Peter Debry, es ya un clásico, pionero de la novela negra española; pero también escribió obras del oeste, aventuras, incluso justicieros enmascarados bajo influencia de La Sombra y Doc Savage, cuyas traducciones impactaban en un país necesitado de evasión y justicia. Eso sí, siempre, bajo nombre imaginario, de corte extranjero: P.V.Debrigaw, Arnold Briggs, Geo Marvik, Peter Briggs, V.Debrigaw, o Vic Peterson. Pero no sería hasta 1946 cuando, ya en libertad, se publicó la primera novela de El Pirata Negro, ahora bajo seudónimo de Arnaldo Visconti, su otro gran alter-ego, que le elevó a las cumbres del éxito popular como escritor de aventuras.
Con una producción que supera el millar de títulos, Debrigode y sus seudónimos fue uno de los más significativos autores de la novela popular española de los años 40 y 50. Su facilidad para crear historias (85 novelas completas de El Pirata Negro en tres años¹ ), varias a un tiempo, y de distintos personajes y géneros, no impedía que estuviesen dotadas de calidad literaria, datos y situaciones creíbles más que suficientes como para impactar en un público de cientos de miles de lectores que recreaban sus ensoñaciones en paisajes lejanos y aventuras sin límites. Por eso, la edición de Darkland Editorial representa todo un acierto, que recupera para el público de hoy uno de los más prestigiosos y aclamados personajes del siglo pasado, y reivindica a un autor que hoy, salvo en el mundillo del aficionado al pulp y el bolsilibro de antaño, resulta prácticamente desconocido. Y es de justicia reivindicarlo.
La edición de Darkland recupera, bajo el título genérico de El Pirata Negro, las cuatro primeras novelas del personaje. Aventuras diferentes, pero enlazadas entre sí, que constituyen una secuencia temporal completa, donde conocemos al personaje, un pirata atípico, más justiciero de los mares que saqueador, que enarbola con orgullo el pabellón español -incluso frente a otros espa-ñoles- de la justicia, la nobleza, y la defensa del pueblo llano frente a cualquier opresor; caballero sin ser noble (¿o sí?), desprendido sin desdeñar un buen botín, jamás asaltará a pillaje una población -antes, al contrario, defenderá al criollo- ni violentará a mujeres; su carácter inquieto, extrovertido, pendenciero y fanfarrón en gran parte, y una fuerte personalidad, le lleva a ser adorado por unos hombres que le siguen sin cuestionar sus órdenes, convencidos siempre que son la mejor opción. Cuando lo conocemos, en La Espada Justiciera, ya es perseguido por las autoridades españolas por piratería (más adelante se sabrá que debido a una acusación injusta), al tiempo que se ha labrado una fama entre los habitantes costeros e indígenas de pirata bueno y noble, una espada justiciera. La historia transcurre en Panamá, en 1693, cuando Carlos Lezama tiene ya 33 años, y donde posee una de sus bases secretas casi permanentes. Allí deshará una intriga de suplantación del Virrey por parte del malísimo secretario D’Almeida, su mano derecha, coronel de la guardia portuguesa, quien actúa en colaboración de la bellísima Olinda, la hechicera india que vive en la selva. Lo hará a petición de Blanca de Viala, decidida hija del Virrey, y el apuesto y noble capitán Raúl de Montemar. Y, por supuesto, sus piratas del «Aquilón«: «Cien Chirlos», segundo al mando, tan feo y bruto como leal; Tichli, el timonel, un gigantesco negro cubano, o Juanón, el esforzado pirata con cara de angelote inocente, al que -por eso- utiliza siempre como espía. Personajes, todos, estereotipos de fácil identificación, que consiguen pronto el posicionamiento del lector, a favor o en contra, pero envueltos siempre en una aventura continua, de buen ritmo narrativo y trama a veces sencilla y en otras compleja, bien elaborada, hasta completar un folletín aventurero propio de la época, presentado con magníficas portadas ilustradas a color por un genio como Provensal.
En la segunda novela, La Bella Corsaria, Debri-gode (Arnaldo Visconti), apuesta fuerte por el melodrama y consigue que nuestro brioso pirata, (desplazado a París para obtener información de un cargamento de oro francés que piensa abordar), se enamore de una bella dama admirada por toda la nobleza francesa, Jacqueline de Brest… y ella le corresponda. La segunda parte de la novela transcurre en los mares de Las Antillas y tierras de Haití, enfrascado en la búsqueda y obtención del tesoro francés, y más tarde su pérdida a manos de La Corsaria Bretona, (presentada como personaje real del S.XVII, tan temido como los famosos Morgan, Drake… o el mismísimo Pirata Negro) y que no es otra que… (¡sí, claro, ¿quien si no?). La trama se complica con la solicitud de ayuda de una criolla frente el gobernador de Haití, Hugues Doorn, un holandés sin escrúpulos, al que el altruismo de Carlos Lezama no puede evitar enfrentarse; para encontrarlo aliado a La Cosaria Bretona, que lo aprisiona. Líos, enredos, huidas, duelos, giros de acción y la devolución de Port-au-Prince a los haitianos, agrandan la figura del Pirata Negro como Espada justiciera de los criollos frente al opresor extranjero, pero no conseguirán evitar la huida de La Bella Corsaria, cuyo barco persigue nuestro héroe, sin éxito.
La siguiente aventura Sucedió en Jamaica, lugar donde Carlos Lezama persigue a La Corsaria Bretona, pensando que se esconde en alguno de sus puertos o radas. No dará con ella, pero contacta con Thomas L’Agnelet, uno de los más temidos bucaneros franceses, ya retirado, quien llegó a burlar por cinco veces la horca (El Pirata Negro sólo tres hasta entonces). Pero será capturado por las tropas inglesas al mando del teniente Clerk y conducido a Kingston; si bien, promete seguir los pasos de l’Agnelet y volver a encontrarse. No sólo consigue cumplir su promesa, gracias a las intrigas y enfrentamientos entre las familias del gobernador actual y el anterior, sino que se verá envuelto en un juego de circunstancias similares a las de la primera aventura en Panamá, en las que vuelve a asumir el rol de pirata bueno y comprometido –espada de la justicia– que le antecede, y en una repetición a la inglesa de aquella trama, entremezclará la huida sorprendente por pasadizos secretos, lucha con un salvaje jaguar en la selva (de la que obtiene un cachorro, que conservará), la complicidad de dos bellas damas de diferentes edades y el secuestro fingido de una tercera, el restablecimiento de la legalidad y la justicia escarnecidas por el egoísmo y la avaricia de un bribón elegante, y el secreto reconocimiento de su nobleza por parte de las autoridades inglesas. De vuelta al mar, a bordo del «Aquilón», los náufragos de una balsa que encuentran le informa del saqueo de Cayo Santiago por parte de las fuerzas aliadas del inglés Gorman, el francés Curbec, y la Corsaria Bretona, y dirige hacia allí su barco.
Brazo de Hierro es el apodo que recibe Héctor Curbec, un francés implacable y frío, imagen clásica del pirata cruel y despiadado, que luce, además, un terrible y efectivo garfio de hierro en lugar de su mano izquierda amputada. También el título de la novela que cierra el volumen, donde Arnaldo Visconti deja -al fin- libre las riendas de su mejor narrativa y describe con todo detalle el saqueo y pillaje de ciudades a manos de los filibusteros, el descarnado enfrentamiento entre tripulantes de naves piratas en alta mar, o el asalto de una ensenada donde se esconde el galeón que contiene el inmenso tesoro obtenido tras el saqueo de Cayo Santiago. Bergantines al pairo, baterías de cañones que escupen fuego, sangre, duelos personales, cuerpos mutilados, cabezas cercenadas, marinos devorados por tiburones, o ajusticiados colgando bocabajo de los mástiles… rodeados de acción y aventura a raudales; y aderezado con la trágica historia de dos enamorados en bandos contrarios, que se ayudan y sacrifican sin resultados hasta el final. Un final inesperado, que añade intriga y dolor al corazón de Carlos Lezama, quien vuelca sus caricias en el cachorro de jaguar que es su única compañía en el camarote. No sería, sin embargo, la última vez que Jacqueline de Brest se pasee por las páginas de El Pirata Negro.
Todo eso aguarda entre las páginas de esta edición histórica de Darkland (es la primera vez que se reimprimen las novelas desde que fueron publicadas en 1946), una propuesta refrescante de lectura para el verano: aventura al más viejo estilo; personajes -maniqueos, sin duda- en la que el malo es malísimo, cruel y despiadado, y casi siempre extranjero, y el bueno noble y defensor de la justicia, y casi siempre español; unas damas sumisas, como corresponde a la época, pero también intrépidas y decididas, que no dudan en abandonar el recato en pos del bien natural, cuando no transgredirlo de forma inocente o descarada. El buen hacer de Debrigode consigue presentar a todos ellos rodeados de un halo histórico que les confiere credibilidad; como hace creíbles sus ciudades y puertos del siglo XVII, por mucho que no sea así (Cayo Santiago es, supuestamente una de las ciudades más ricas del Caribe; cuando en realidad se trata una pequeña isla solo habitada por monos, conocida como La Isla de los Monos, The Monkey Island). El estilo literario de Arnaldo Visconti mezcla un lenguaje floreado, hiperbólico y cuajado de arcaísmos, con una narrativa ágil, que consiguió el favor del público rápidamente. Leído hoy, te deja el regusto añejo de una antigua película de piratas, en blanco y negro o technicolor. ¡Pero qué grandes películas de aventuras se hicieron entonces!
No conozco el resto de novelas de El Pirata Negro (pese a mis años, no alcanzo edad para hacerlo), pero sabiendo que Debrigode le hace navegar por los siete mares del mundo, rodeado de personajes pintorescos de toda índole, mujeres intrépidas y esa aventura imparable que he leído, sería de agradecer que Darkland continuase la recuperación de más novelas del personaje, aunque sea en formato digital. Ya lo ha hecho, con La Primera Aventura, la primera de cuatro novelas que supuso el regreso del personaje en 1952 dentro de la Colección Iris, con personajes todos de Arnaldo Visconti (también Diego Montes, El Halcón, y El Aguilucho, éste de nueva creación). En esta aventura se cuenta el origen de Carlos Lezama, el porqué de su nombre: el del mismo del rey de España (un posible error del autor²), su acusación (irreal) como pirata, y el porqué de su apodo, El Pirata Negro. Animo a todos a conocerla, pues se puede descargar gratuitamente de la página web de la editorial.
Las cuatro novelas del volumen se encuentran también disponibles en formato electrónico (de forma individual; la edición de papel es una recopilación de las mismas, de ahí que en el libro cada una reinicie la numeración de sus páginas), adornadas con esos dibujos a plumilla de Joan Mundet, en recuerdo de aquellas ilustraciones interiores de Cifré o Bernet.
Darkland Editorial surge como iniciativa de unos apasionados de las novelas pulp, que sin duda hay que apoyar, pues recoge y recupera muchas de aquellas novelas populares de origen patrio que incentivaron la imaginación de nuestros padres o abuelos (y también, hoy, la nuestra), junto otras extranjeras consideradas clásicas o de calidad (más no por ello mejores) como las de Salgari, Sabatini, D.Hammet, Carter Dickson o Maxwell Grant (La Sombra).
Recomendamos a todos los interesados un paseo por su página web, pues la mayoría de ellas se encuentran disponibles gratis, para su descarga en formato electrónico.
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La relación completa de los 85 títulos de novelas de El Pirata Negro puede encontrarse en el blog dedicado al excelente ilustrador que fue Jaume Provensal i Bau, quien dibujó todas sus portadas, obra de su nieta Diana (seguir este enlace).
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Debrigode se equivoca por poco, o induce al error: Carlos II, el último de los Austrias, no reinó hasta 1665, siendo Felipe el nombre de sus antecesores. Según cuenta «Mamasita» Frijoles a Tato del Volcán, le puso «el nombre del dueño de las Españas y estas tierras» (Panamá). Encontró al niño «cuando lo abandonaron, al apenas abrir los ojazos», y la historia se inicia en 1670, cuando Carlos tiene 10 años… A no ser que con dueño se refiera al Príncipe de España, no al Rey (de hecho, llama a Carlos «principito«…)